La fobia, el horror de un goce
La fobia como síntoma
¿Con qué nos enfrentamos en la fobia? ¿Qué hay detrás o más allá de la conocida repulsión? La fobia nos brinda la oportunidad de mostrar la doble cara del síntoma, cómo la formación de los síntomas resulta ser un efecto del trabajo del inconsciente. Algo que no es fácil de entender a primera vista, pero que resulta crucial para comprender el psiquismo humano. En este artículo descubriremos cómo la imagen de la fobia representa el horror de un goce imposible de asumir.
El punto de partida es leer la fobia como una construcción. La fobia intenta simbolizar un estado de angustia que se ha instalado de manera preocupante en la vida del sujeto. Es, por ello, un tiempo segundo, que viene a dar cuenta del esfuerzo emprendido por el sujeto para dar forma a una amenaza innombrable que se cierne sobre él. Este pasaje del miedo sin nombre a la identificación, o a la elección del objeto fóbico, se convierte en el elemento organizador de su vida. La razón es doble, porque, a la vez que le sirve para nombrar su terror, le permite todo un despliegue imaginario sobre el alcance de la inhibición y las defensas que involucra.
El trabajo de la fobia
La fobia inaugura entonces un laborioso periodo, donde se pone en marcha el trabajo de lo simbólico para situar la emergencia de un elemento imposible. Este elemento es transformado en un animal amenazante o en un lugar prohibido, con el objeto de visualizar el peligro sobrevenido. Importa poco que dicho objeto fóbico sea un lugar, una situación o un animal. Eso es algo que dependerá de lo que tenga más a mano para realizar ese esfuerzo por simbolizar la amenaza.
Quizás una de las formas más frecuentes de esta amenaza sea la de la devoración, un miedo a escala mítica, casi totémica, que el fóbico encarnará en el perro, en el caballo, en la araña… Otras veces la fobia se ha transformado en un lugar o en una situación, lugares cerrados, espacios abiertos… Pero tanto en unas manifestaciones como en otras observamos que algo fundamental del sujeto se ha puesto en juego. Ha sido afectado su lugar en el mundo y su relación con los demás.
Cuando este laborioso trabajo de simbolización tiene éxito, y no sólo en situar lo amenazante, también en poderlo tratar. Es decir, en poder operar con aquello que subyacía como intratable, contribuyendo a situar al sujeto de otra manera respecto al problema real que lo acuciaba. La inhibición tiende entonces a disolverse y el objeto fóbico pierde su función y se desvanece.
La coyuntura desencadenante de la fobia
Naturalmente, entender algo de esta operación en marcha pasa por analizar la coyuntura desencadenante, aquella emergencia de una angustia que no es puntual y pasajera, sino perfectamente instalada en la vida.
Un pequeño apunte nos va a proporcionar una pista sobre lo sucedido. Quizás sorprenda observar cómo, algunas veces, el animal elegido o la situación elegida gozaba hasta ese momento de una relación de satisfacción. Lo que hasta ese momento era querido y privilegiado se ha vuelto de repente siniestro. En la experimentación de sus goces, el futuro fóbico se ha encontrado de golpe con un horror, un reverso que impone una renuncia, una expulsión.
Podríamos hablar entonces de un cambio en la posición del objeto, de fuente de satisfacción a objeto fóbico, pero el asunto no es tan sencillo. Nos es necesario observar el funcionamiento de una manera global, yendo al origen de su configuración.
Pensemos en cómo puede el niño o la niña representarse el papel que cumplen los objetos para él. Una vía que nos terminará remitiendo a la propia posición del infante, él mismo colocado como objeto en relación al deseo de los padres, en especial de la madre. Por aquí, en esta distribución de funciones y lugares, es por donde se va a jugar el resultado de su ecuación particular. ¿Cuál será? La respuesta que él se dé al enigma de su existencia, el lugar que se imagine ocupar en el deseo inaugural de la madre. ¿De qué manera? En la medida en que ésta lo ubique como querido responderá él en espejo como un objeto que aspira a completar al otro, a ser ese ser que produce y es garante de su felicidad.
El espejismo de la relación dual
Pero el dibujo de este mítico paraíso no tardará en enseñar sus borrones y sus rectificaciones. Tarde o temprano descubrirá que no es posible acomodarse exitosamente en el agujero de lo que supone le falta a su madre. Lo que quiere decir que intuirá que no puede colmarla, impidiendo en ella su insatisfacción, y este cataclismo provocará que su inicial ecuación de feliz correspondencia se tambalee.
En la medida en que el infante, niño o niña, no sea mantenido mucho tiempo en el espejismo de una relación dual, podrá iniciar su camino. Un camino que entenderá como un exilio de aquel paraíso perdido, pero que será la construcción propia, original, de su lugar en el mundo.
Se entenderá aquí la importancia del papel del padre, del padre entendido como función, cualquiera sea la figura que lo ocupe, como aquella figura que introduce lo tercero, la relación con el exterior, con el mundo, rompiendo el sueño de una satisfacción simbiótica plena. Pues bien, será esta función la que, en realidad, habilite el deseo, porque lo que lo moviliza, lo que le permite desplazarse es, precisamente, que no pueda alcanzarse, que no tenga un objeto que lo colme.
El deseo es siempre deseo de otra cosa, imposible de satisfacer plenamente, de ahí que el sueño original esté siempre condenado a su insatisfacción.
La verdadera naturaleza del deseo
Hemos visto en síntesis el desarrollo de ese juego de tres cartas donde el niño se debate por ocupar el lugar del objeto del deseo de la madre. A él hay que sumar la cuarta carta, que viene a quebrar el espejismo para enseñar la verdadera naturaleza del deseo. En resumen, que no puede organizarse si no es a partir de un vacío que no puede colmarse. Por ello, el anhelo de la satisfacción quedará un tanto apartado de la realidad para venir a poblar el territorio de nuestras fantasías.
¿Y qué le ha ocurrido al futuro sujeto fóbico en esta travesía?
Ah, ésa es la pregunta del millón. Intentaremos, con prudencia, avanzar alguna cosa. Recordemos primero que lo más opuesto a la clínica es pensar un caso concreto partiendo sin más de la teoría. Esto nunca funciona. Cada sujeto es diferente y sólo a partir de ese no saber podemos acercarnos a las raíces de su sufrimiento y al papel que para él ocupa.
La conjunción de una doble problemática
Hecha esta advertencia, apuntaremos hacia la conjunción de dos problemáticas en el origen de la fobia. ¿Qué significa que la fobia sea el horror de un goce? Nos fijamos ahora en la inexistencia de una mediación satisfactoria va a transformar el encuentro con el goce de sujeto como un horror. De ahí esta creación que es la fobia.
Veamos. Por un lado, el mantenimiento de ese atractivo espejismo que atrapa al niño en un lugar demasiado cargado de fuente de satisfacciones. Mantenimiento en el que colaborará tanto que la madre esté, también ella, prolongando dichas satisfacciones, como que el padre no ejerza su papel separador en el juego. Y, por el otro, la emergencia en el cuerpo del niño de un desarrollo y de una excitabilidad que se hace eco de sus pulsiones. Estas vivencias corporales, tan atrayentes, se pueden convertir en algo amenazante cuando el niño no puede movilizar una fórmula del deseo más allá de la estrechez original de la que partía.
Es en esta coyuntura cuando se desencadena como alternativa la fobia. Una vez fracasado lo que hubiera debido desacomodar al niño en sus originales aspiraciones se topa con un horror. Esto es, se ha quedado expuesto a su propio goce cuando ha fracasado el trámite simbólico para hacer más llevaderos sus devaneos pulsiones.
La fobia, el horror de un goce
La fobia responde entonces como la imagen del horror que nombra el goce imposible del sujeto, en una coyuntura donde su ubicación simbólica se ha visto alterada.
Por último, a lo largo de este artículo nos hemos referido al surgimiento de las fobias en una edad temprana, infantil. Esto es debido a que no sólo porque son las más extendidas, sino también porque las fobias sobrevenidas en adultos, o bien suelen ser reediciones de otras que quedaron en el olvido, o de alguna forma repiten la mencionada coyuntura inicial. Una coyuntura donde vemos siempre la dificultad del sujeto para hacer pasar por el tamiz simbólico una intensidad pulsional.