Consulta de psicología y psicoanálisis

El equipo de Enlazo responde a las preguntas más frecuentes

En esta sección podrás encontrar las respuestas que vamos elaborando a las preguntas más frecuentes que nuestros pacientes nos vienen planteando. Las hemos dividido en cuatro grandes apartados. ¿Cuándo pedimos ayuda? Motivos de consulta. La duración del tratamiento. Clasificación de los síntomas. 

En el primero, analizamos la voz de alarma del síntoma, por qué no nos sirven los manuales de autoayuda y qué hacer entonces. La comprensión del síntoma se puede acompañar de la lectura de las dos caras del síntoma que aparece en la página Qué tratamos.

Ya en el segundo, ponemos el foco en la escucha profesional, desmontando el  mito del especialista, pues la respuesta al síntoma no puede ser parcial. 

En el tercero, respondemos a las dudas sobre la duración del tratamiento, donde cada paciente tiene siempre la última palabra.

Por último, distribuimos los síntomas en dos grupos, adolescentes y edad adulta. Esperamos que contribuyan a solucionar vuestras dudas.

El equipo Enlazo responde a las preguntas más frecuentes

La voz de alarma del síntoma

El principio general es que hay que pedir ayuda cuando hay un malestar y se quiere combatir. Quererlo combatir es la prueba de que nuestro deseo, aunque se encuentre en la actualidad trabado por ese malestar, no ha tirado la toalla. Éste es el primer requisito para poder trabajar. Cuanto más fortalecido tengamos ese deseo, cuanto más insatisfechos estemos, más posibilidad habrá de no desistir ante la adversidad.

En buena parte de las consultas el malestar es claramente reconocible mediante lo que llamamos síntomas, esas erupciones de nuestra vida psíquica que perturban nuestro quehacer cotidiano. Así identificamos lo que nos pasa y aquello que queremos combatir.

Puede tratarse de un miedo o una fobia, de una inhibición, de una dificultad para relacionarse, de una disfunción sexual. O bien de problemas escolares, de problemas con la imagen corporal o con la alimentación. Si bien otras veces el malestar no podemos localizarlo fácilmente. Hablamos de la depresión, de la ansiedad, de la angustia… cualesquiera sean las motivaciones que se encuentren detrás. 

Una vez que ha sonado la voz de alarma del síntoma, no nos debemos dejar engañar por el modo de afectación que producen. No sólo porque puede ser muy variado, afectando unos directamente al cuerpo y otros aparentemente no. Sino porque todos ellos se han terminado imponiendo sobre nuestras ilusiones y son sentidos ahora como un obstáculo para nuestras relaciones personales, familiares o laborales.

La ayuda terapéutica

Consultamos cuando los percibimos como el impedimento actual al desarrollo de nuestro deseo, el obstáculo que nos impide realizar las ilusiones que habíamos construido para nuestra vida. Para algunos, quizás la percepción de ese obstáculo haya existido siempre, sólo que ahora con una virulencia más intolerable, o en expansión hacia otras áreas que hasta entonces no estaban afectadas. En cambio, otros sienten que se las han arreglado bien hasta ahora, cuando parece que han perdido, debido a algún acontecimiento reciente, las ganas y la fuerza de tirar para adelante.

Ante ese peligro, nuevo o antiguo, la sensación es la misma, de caída en algo que uno ha dejado de controlar. Es entonces cuando no debemos desatender esta señal de alarma de nuestro malestar. Lo suyo es buscar ayuda terapéutica. No es algo que deba conllevar el menor desprestigio para nuestro ego. Más bien todo lo contrario, deberíamos sentirnos orgullos de poder dedicar nuestros esfuerzos a intentar conseguir un mayor bienestar.

Pero también es cierto que nuestra vulnerabilidad nos hace estar más expuestos a optar por soluciones que no son tales, por promesas que no podrán cumplirse, por vías terapéuticas dedicadas a obturar el malestar sin haber comprendido, por mínimamente que sea, la causa que lo ha disparado. Y en el caso de no salir a buscarla el peligro no es menor.

En este mundo del «hágalo usted mismo» parece que deberíamos poder conseguirlo todo por nuestros propios medios, ser nuestros agentes terapéuticos a través del supuesto saber de un manual de autoayuda. Pero, lamentablemente, esto no es así, y no puede serlo por buenos motivos. Vamos a intentar explicarlo con pocas palabras.

¿Por qué no sirven los manuales de autoayuda?

Hay que desengañarse, los manuales de autoayuda pueden ofrecer todo un catálogo de acciones enfocadas a favorecer la estima que tenemos de nosotros mismos, pero su alcance, si somos sinceros, nos resultará muy limitado. Las razones son sencillas. 

Primero, porque la mayor parte de las veces no nos dicen otra cosa que lo que tantas veces, llevados por nuestros propios descubrimientos o por los consejos de otros, ya hemos probado. 

Segundo, y mucho más importante, porque todo ese conjunto de remedios está basado en un intento de reforzar el yo, que viene a ser la idea imaginaria que construimos de nosotros mismos, en la línea de posibilitar, mediante el éxito, una mejor adaptación a la sociedad en la que vivimos. 

En ambos casos el problema estriba en intentar edificar sobre una base  muy endeble. Los autores de estos manuales suelen ser personas que hicieron un descubrimiento que recompuso el roto abierto en su existencia. Pero estas construcciones no son exportables, son el fruto de un recorrido singular que no puede servir a otros. El parche no nos vale porque sus hilos no son los nuestros, y sólo con los nuestros podemos tejer el propio. Lo mismo pasa con las soluciones que los amigos nos aconsejan, se alivian ellos más que nosotros. Es lógico, nuestro estado de ansiedad les resulta insoportable y se ven empujados a ofrecernos lo que a ellos alivió u oyeron que a otros alivió. 

Estas opciones no pueden servirnos. El alivio que proporciona la autoayuda es efímero, pues no está sustentado en un cambio verdadero en nosotros mismos, a partir de una ganancia de saber en lo que nos pasa. 

¿Qué hacer entonces?

Es cierto que la vía que nos permite adentrarnos en lo que no conocemos de nosotros mismos puede resultar algo penosa. Nuestro narcisismo se podrá ver afectado. A nadie le agrada descubrir que el yo, como decía Freud, no es el amo en su propia casa. Pero, al mismo tiempo, es desde esta posición más modesta, de asumir el propio desconocimiento en lo que nos acontece, que podemos abrirnos a otra perspectiva. No se trata de ocultarnos los misterios de nuestros padecimientos porque es en ellos donde radica la verdadera potencialidad que nos habita.

Se trata de abrir paso a nuestra subjetividad para entender lo que nos constituye como sujetos de deseo. Algo que no podemos hacer sin la ayuda de un profesional que esté educado en la escucha de aquello desconocido que habla en nosotros a través de los síntomas. Los síntomas son la prueba palpable de la división interna que nos afecta. Por eso repetimos justo aquello que nos hace sufrir sin encontrar explicación. Porque en ese mundo algo tramposo de nuestra conciencia nos engañamos más de lo que nos gustaría creer. El misterio está en la implicación inconsciente en aquello que nos pasa.

Sin avanzar en ese desvelamiento nuestros síntomas podrán cambiar de cara, pero tarde o temprano encontrarán el camino para resurgir.  Y lo peor es cuando, a fuerza de ahogar lo que en nosotros habla, es nuestro carácter lo que se ha endurecido. Nuestro deseo también se resentirá. Habremos afectado el motor de nuestra existencia. ¿Por qué avergonzarnos de pedir ayuda para apartar nuestra piedra en el camino y movilizar la potencialidad que tenemos? 

Profesional versus especialista

Antes de hablar de los síntomas y de su clasificación aprovecharemos para introducir algún comentario que aclare la relación del profesional con su práctica clínica, así como la denominación que se le adjudica. Como veremos, el asunto tiene más calado del que aparenta. De paso, nos permitirá ofrecer un contexto al habitual listado de síntomas que se atienden en consulta. Se trata de salir al encuentro de un malentendido, el de la actual equiparación y sustitución del término «profesional» por el de «especialista», que supone la integración y asimilación de los problemas psicológicos por parte de la medicina.

En el mundo en que vivimos la palabra «especialista» ha adquirido un prestigio tan incontestable que parece que va de suyo querer adjudicársela a todo aquel que se presente ante los usuarios ofreciendo el servicio demandado. Todos queremos ser tratados por especialistas, y pareciera de lo más natural que esto fuera aplicable a cualquier registro de la vida, también al ámbito de la llamada salud mental. Hasta aquí podría no haber inconveniente si no fuera porque, deslizándonos por esta pendiente, pronto supondríamos que a cada síntoma debería corresponder, como en líneas generales sucede en medicina, un especialista concreto.

La medicina no puede ser nuestro espejo

Estos especialistas serían entonces, también en nuestro mundo del malestar psíquico, los profesionales que estábamos buscando, los que mejor se ajustarían o tendrían un saber más elaborado para nuestra expresión sintomática. Pero esto no es así. La equivalencia con la medicina nos conduce a un grave error que es preciso denunciar. Una vez denunciado y debidamente argumentado, veremos cómo ambos términos no son, dentro de nuestro ámbito, equivalentes. Incluso podrían ser en algunos casos incompatibles.

Como decíamos, el malentendido consiste en creer que al tratamiento de cada síntoma pudiera corresponder la existencia de un profesional específico, de un «especialista» de ese síntoma. Pero la especialización en el campo de la salud mental no puede llegar hasta ese extremo sin perder sus fundamentos. Éste es el problema. Y no es el paralelismo con la medicina el que nos puede guiar. Esta confusión no existe en la medicina, donde para una caries buscaremos a un dentista. Y cuando el médico no encuentra una dolencia física tratable con las herramientas que le son propias, o entiende que su causalidad no es tratable con sus medios, puede aconsejar, como una especialidad global, ayuda psicológica.

La falacia de la especialización en síntomas

Hasta aquí, de acuerdo, pero una vez dentro de nuestro campo, la especialización en síntomas no tiene ningún sentido, y la razón es clara: el verdadero problema no sabemos donde se halla. El síntoma es una señal, pero una señal de una direccionalidad incierta. No sabemos a qué apunta. La práctica nos ha enseñado que un mismo síntoma puede haber sido desencadenado por problemas muy diferentes entre sí, donde la dimensión de la subjetividad es insoslayable.

Imaginemos, por ejemplo, un paciente que viniera quejándose de una disfunción sexual, y que no lograra establecer de entrada una causalidad, si bien recordara una época en su vida pasada donde las cosas funcionaban de otra manera. ¿Cuál sería el especialista que deberíamos aconsejarle? ¿El de «problemas de pareja»? 

Imaginemos que tras un trabajo de varias sesiones el paciente puede recordar la depresión sufrida tras la pérdida de un ser querido, hace ya unos años, y cómo se produjo entonces un alejamiento, una apatía hacia toda actividad sexual de la que no pudo recuperarse. Bueno, ahora podríamos pensar que su problema trata más bien de la elaboración de un duelo y que el «especialista» aconsejado sería otro distinto al previamente asignado. Y tras hacer un recorrido con el nuevo, semanas después podríamos descubrir que la dificultad para la elaboración del duelo reside más bien en otro lugar, anclado en tal o cual aspecto de la vida del sujeto que el hecho luctuoso sólo vino a destapar…

La escucha (profesional) de la demanda

Como vemos, el trayecto que cada cual puede hacer en la cura nos es de entrada desconocido. Es más, si tuviéramos una idea definida y clara del mismo, a buen seguro que dicha idea vendría más de nosotros mismos que del paciente en cuestión. Seríamos el especialista que escucha todo a través de un único registro, forzando a entrar todo discurso bajo la estrechez de nuestra puerta. Para poder escuchar lo particular de cada sujeto es preciso evitar todo condicionamiento por lo que inicialmente un síntoma muestra, esto es, no creernos especialistas de dicho síntoma.

Seamos claros entonces, una cosa es la demanda de una especialidad basada en una clasificación de síntomas, que puede ser muy comprensible dado el estado de angustia en el que los pacientes llegan a veces a consulta, y otra cosa muy distinta es que el profesional confunda los términos, poniendo en riesgo su propia escucha y su falta previa de un saber específico sobre el paciente.

Salir de la confusión

Esta confusión se halla muy extendida en el campo de las terapias comportamentales, también llamadas conductistas, y especialmente aquellas que intentan validarse a través de los avances de la neurobiología. Bajo nuestro punto de vista, todo lo que se gana en discurso médico –para avalar lo que al final se va a hacer, que será casi invariablemente medicar al paciente–, se pierde en capacidad de escucha de su especificidad. Y cuando el llamado especialista se desliza por esta pendiente termina por incapacitarse, por volverse sordo para escuchar lo que realmente el sujeto está afectado. Por lo demás, el problema es bien conocido, pues constituye su queja más habitual: «Me tuvo cinco minutos y ni siquiera me escuchó».

En Enlazo pensamos que partir de una posición de no saber qué es aquello a lo que nos enfrentamos es, en un primer acercamiento al síntoma, la única opción éticamente responsable. Sin duda, resulta más fácil recurrir a un manual y recetar, pero cerraremos la puerta al complejo mundo de la subjetividad.

La urgencia de la pregunta

Resulta habitual que la preocupación del paciente ante la perspectiva de un tratamiento se manifieste preguntando por la duración. El paciente llega con la urgencia de dejar atrás lo que le martiriza, pero su pregunta no puede tener una respuesta fácil, y es lógico que así sea. Trataremos de explicarlo, sin olvidarnos de lo delicado de estas angustias iniciales, y de la necesidad de acogerlas y de escucharlas. Acogiéndolas mitigaremos en parte la preocupación, al mismo tiempo que nos proporcionarán datos sobre su modo de reaccionar ante la incertidumbre.

¿Cómo saber cuánto tiempo puede durar un tratamiento antes de empezar, si tenemos en cuenta que un mismo síntoma significa para cada sujeto algo diferente? Aun cuando el problema pareciera bien circunscrito, por ejemplo, hacer un duelo, el proceso no podrá ser otro que singular, pues la historia de cada sujeto es siempre única. No elaboramos un duelo según un esquema previamente establecido. No obstante ello no impide que podamos establecer elementos comunes o una serie de etapas que se suelan repetir. Cada paciente elaborará su propio duelo, por lo que el ritmo será el suyo, el que amparado por el contexto del tratamiento y por una buena dirección de la cura le permita dar.

Si tenemos dudas en esto, quizás nos ayude pensarlo a contrario. Preguntémonos qué diríamos si el psicólogo o el psicoanalista nos ofreciera de entrada una respuesta precisa sobre la duración del tratamiento. ¿Cómo podría saberlo? ¿De acuerdo a qué tipo de saber? ¿Estadístico? Y si así fuera, si nos anunciara cuánto tiempo íbamos a demorar en ello, ¿contribuiría esto a tranquilizarnos? Parece que no. 

La lógica subyacente

Como vemos, estas preguntas nos colocan ante una perspectiva que puede ser todavía más inquietante. Volvamos entonces a intentar comprender la lógica subyacente. Nuestros síntomas no responden a ninguna estadística, todo lo contrario, podemos entenderlos como nuestra respuesta subjetiva a un conflicto, que es la fuente de nuestro malestar. Necesitan por ello de una atención particularizada. Y debería ser esto lo primero a demandar. Ser tenidos en cuenta, ser escuchados. Si no es esto lo que se nos ofrece, habríamos de concluir que no se nos va a escuchar, que se nos va a meter en una casilla de malestares afines pero no el nuestro. O sea, que nuestro problema no va a recibir el tratamiento que se merece.

El problema no es, pues, saber dónde está el final del túnel, o anticipar el final de un recorrido que está todavía por hacerse, sino en ponerse efectivamente en movimiento. Algo se puede hacer desde el primer día, desde la primera consulta. 

Los resultados positivos pueden perfectamente venir desde la primera consulta. No es necesario hacer un largo recorrido para dejar atrás determinado exceso que nos acompaña. Pensemos que son etapas en un trayecto, y que constituyen cada una por sí misma un beneficio, en la medida en que logren apartar algo de ese sufrimiento y de la falta de expectativas inicial. 

Ésa es nuestra perspectiva, que cada estación de ese recorrido sea una ciudad nueva que antes no podíamos visitar, y que cada ciudad nos abra la posibilidad de marchar hacia la siguiente. Sólo así lograremos recortar paso a paso nuestro sufrimiento, atravesando cada una de las dificultades que en el recorrido se presenten.

La ventaja de nuestra perspectiva

Resumiendo, no puede haber un trayecto estándar, lo cual nos deja abiertas todas las posibilidades. Ésta es la ventaja que alberga nuestra perspectiva. Estamos abiertos a los descubrimientos y a las creaciones que hacen los pacientes en su recorrido. No lo predeterminamos. Y entonces ocurre.

La orientación que podemos darle a quien nos consulta se deriva de la comprensión que adquirimos a partir de lo que nos dice, de donde derivamos su ubicación en su deseo. Pero él es quien decide siempre, es su responsabilidad. 

Por ejemplo, un paciente que consultó para orientarse en su coyuntura actual y resolver un leve desajuste puede sentirse satisfecho enseguida, y podrá dar por terminado su viaje analítico para continuar una vida más gratificante, desde la nueva posición alcanzada. En otras ocasiones, en cambio, el problema es complejo y el trabajo que se inicia conlleva una serie de descubrimientos mayores, pero necesarios para poder orientarse, si no quiere volver más adelante a las andadas por no haber cambiado el mecanismo que lo empujaba a repetirse sin fin su sufrimiento. Éste es el objetivo último, pero tanto en estos casos como en los otros, la responsabilidad es suya. 

¿Hasta dónde querrá llegar, y cuánto de su sufrimiento podrá dejar atrás? Eso no puede saberse a priori, le ayudaremos y acompañaremos en su descubrimiento, pero el momento de detener el recorrido sí formará siempre parte de su libre decisión.

Atención a adultos

Problemas frecuentes

  • Angustia, ansiedad, estrés
  • Depresión
  • Obsesiones, TOC
  • Fobias, miedos
  • Problemas de pareja, celos, malos tratos
  • Dificultades sexuales
  • Fenómenos psicosomáticos
  • Adicciones
  • Problemas laborales
  • Timidez y problemas para relacionarse

 

Atención a adolescentes

Consultas habituales

  • Anorexia, bulimia, atracones, obesidad
  • Conductas autolesivas
  • Ansiedad, angustia
  • Falta de motivación o deseo
  • Timidez, bullying, agresividad 
  • Dificultades en la relación con los padres
  • Problemas escolares
  • Dificultades sexuales, problemas de identificación de género
  • Complejos físicos
  • Dificultades para relacionarse
  • Adicciones
  • Soledad

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